martes, 30 de septiembre de 2008

Praxis filosófica.

Praxis filosófica.
Aristóteles y Platón se distancian en cuanto a filosofía se refiere pues se ve una jerarquización entre saber y actuar. Éste ejercicio dialectico recupera una manera práctica de la identidad, que se ve amenazada por la relación particular de la acción. Sólo puede ser sustentada la dialéctica en cuanto forma del saber mediante la ejecución de la praxis. Ello no implica que teoría y praxis estén separadas por la institucionalidad de la dialéctica, aún viendo una tensión entre ambas.
Platón aparece afirmando que es claro hablar de la acción cuando se sabe, por medio del observador experto cuándo actuar y siempre buscando el Bien. Existe una tesis afirmando que nadie comete injusticia voluntariamente, pues el actuar voluntario descansa en el saber de la cosa[1]. Es así que sólo el saber puede valer como fundamento del actuar, teniendo siempre la idea del bien, cuya realización práctica sería abandonada al arbitrio revelando el saber sacado de la praxis.
La diferencia entre justicia voluntaria e involuntaria es un tanto superflua porque la tesis sobre la involuntariedad al actuar queda a salvo, pero por otra parte, el daño involuntario que surge puede ser considerado como injusto, pero la acción tampoco puede calificarse de voluntaria en el sentido de aquel que es hecho con conocimiento. Para Platón la acción aparece únicamente como función de una acción, por lo que el saber de la acción se limita a las convicciones fundamentales autenticas de las que se origina el propósito.
La fórmula de la identidad entre ignorancia e involuntariedad está muy estrecha con relación de una acción y una actitud. “a la mala acción corresponde un determinado saber, mientras que, por el contrario, la ignorancia que se disculpa restringe de manera muy decisiva”[2]. La brecha que separa tanto a Platón como Aristóteles, es con relación a la determinación del saber práctico sobre el criterio del actuar voluntario.
Según Aristóteles, la voluntariedad del actuar distancia en la acción y en el movimiento que tiene el origen quien actúa, dado que toda acción precisa de una causa. Por esto, la maldad reside en la ignorancia y esta conlleva a la involuntariedad sólo en la medida en que se refiere a las condiciones concretas de la acción.
[1] Cfr. ZENKERT, Georg. Praxis Filosófica; el saber Práctico y la vida teorética. Mayo 1997. Pág. 152.
[2] Ibíd. Pág. 153.

Praxis filosófica.

Aristóteles y Platón se distancian en cuanto a filosofía se refiere pues se ve una jerarquización entre saber y actuar. Éste ejercicio dialectico recupera una manera práctica de la identidad, que se ve amenazada por la relación particular de la acción. Sólo puede ser sustentada la dialéctica en cuanto forma del saber mediante la ejecución de la praxis. Ello no implica que teoría y praxis estén separadas por la institucionalidad de la dialéctica, aún viendo una tensión entre ambas.
Platón aparece afirmando que es claro hablar de la acción cuando se sabe, por medio del observador experto cuándo actuar y siempre buscando el Bien. Existe una tesis afirmando que nadie comete injusticia voluntariamente, pues el actuar voluntario descansa en el saber de la cosa[1]. Es así que sólo el saber puede valer como fundamento del actuar, teniendo siempre la idea del bien, cuya realización práctica sería abandonada al arbitrio revelando el saber sacado de la praxis.
La diferencia entre justicia voluntaria e involuntaria es un tanto superflua porque la tesis sobre la involuntariedad al actuar queda a salvo, pero por otra parte, el daño involuntario que surge puede ser considerado como injusto, pero la acción tampoco puede calificarse de voluntaria en el sentido de aquel que es hecho con conocimiento. Para Platón la acción aparece únicamente como función de una acción, por lo que el saber de la acción se limita a las convicciones fundamentales autenticas de las que se origina el propósito.
La fórmula de la identidad entre ignorancia e involuntariedad está muy estrecha con relación de una acción y una actitud. “a la mala acción corresponde un determinado saber, mientras que, por el contrario, la ignorancia que se disculpa restringe de manera muy decisiva”[2]. La brecha que separa tanto a Platón como Aristóteles, es con relación a la determinación del saber práctico sobre el criterio del actuar voluntario.
Según Aristóteles, la voluntariedad del actuar distancia en la acción y en el movimiento que tiene el origen quien actúa, dado que toda acción precisa de una causa. Por esto, la maldad reside en la ignorancia y esta conlleva a la involuntariedad sólo en la medida en que se refiere a las condiciones concretas de la acción.
[1] Cfr. ZENKERT, Georg. Praxis Filosófica; el saber Práctico y la vida teorética. Mayo 1997. Pág. 152.
[2] Ibíd. Pág. 153.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Tránsito del conocimiento moral ordinario al filosófico.



Tránsito del conocimiento moral ordinario al filosófico.

Empezaremos interrogándonos ¿qué es eso de la voluntad?, porque miraremos que no es fácil deducirla en todos los contextos; es más bien un reto que Kant nos hace acerca de su forma de pensar y mirar la vida, para mí no más que un idealismo. Pues bien, la buena voluntad nos da la anhelada felicidad, pero para ello debemos tener en la cuenta lo siguiente: en todas las acciones, la voluntad tiene que poseer y actuar de acuerdo a un fin universal, cosa que para los occidentales nos es de difícil alcance.

La buena voluntad en sí misma tiene que ser buena, tiene que estar por encima de lo que podemos verificar, (creo que debemos terminar para ello con los datos erróneos de la experiencia, tanto sensibles como inteligibles), es decir dejar de en medio nuestras inclinaciones o postulados, (nuestras verificaciones). Por lo tanto, debe ser ella por si sola un valor y un principio innato o natural.

¿De qué manera puede ser universal esta voluntad? De acuerdo a las acciones, o a sus acciones. Sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, (pero en sí misma) como lo señala nuestro autor, debido a que lo que se busca es el bienestar pleno, o sea la felicidad; esto nos lleva a conceder que el hombre, en su afán de existir (actuar), tiene inherente a él un deber. Este deber es el que le proporciona un cierto bienestar.

Este deber no es entendido aquí como una obligación sino más como un dictamen para sí mismo del sujeto, es decir del ser racional, pues es el único que puede actuar por deber más no por instinto. Según Kant, el deber no debe ser egoísta, por lo que él lo toma como una máxima moral y no como inclinaciones del sujeto que actuar. Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber. Asegurar la felicidad propia es un deber,[1] que en definitiva se manifiesta a través de una conducta o valor moral.

Toda acción hecha por deber es indiscutible la presencia de la moral, puesto que tiene como principio la voluntad porque actúa según los fines. Y estos vienen a ser los dictados por la ley; de tal manera que yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal.

[1] KANT, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Edición bilingüe. Traducción de José Mardomingo. Editorial Ariel. Barcelona, España. 1996.